Tuesday, January 29, 2013

Adictos a la escritura: Fin del mundo frustrado

¡Hola, personillas!
El mes pasado me uní a Adictos a la escritura, ya que me pareció una muy buena iniciativa para escribir algo nuevo todos los meses.
Esto no quedó cómo quería, pero dado que -sin quererlo- el primer borrador RIMABA y parecía cosa del Doctor Seuss, ahora que no rima creo que está presentable jaja

Dajandome de dar vueltas:

RAMÓN, EL IMPÍO

No se decidía entre Ramón el Impío o Ramón el Salvador. Nunca había entendido qué significaba impío realmente, pero le gustaba como sonaba y creía que le daba una imagen de dios iracundo que lo hacía temblar de placer. Aunque, el Salvador… era irresistible, lo hacía sentir grande y poderoso, digno de respeto y admiración. Era todo un dilema, ¿admiración o temor? Él lo quería todo. Ser temido, amado y respetado.

    –Buenos días, Ramón –saludó su vecino mientras cruzaba la calle.

    –Feliz fin del mundo –respondió Ramón, el salvador impío, con un asentimiento de cabeza.

    Había estado chequeando las provisiones por milésima vez en la semana y había decidido que no había suficiente tabaco. No sabía cuántos fumadores sobrevivirían, pero no quería que su pueblo, aquel que iba a adorarlo y venerarlo, sufriera un ataque de ansiedad por falta de nicotina y corriera sangre. Así que, mejor prevenir que curar, iba a gastarse el resto de su salario  –total, ya no iba a necesitarlo– en cigarros antes de que el mundo ardiera en llamas y todas las tiendas se derrumbaran.

    Dos años atrás, mientras merodeaba por la estación del metro, había encontrado un libro. Ese libro, escrito por algún estadounidense con cara de pájaro y lentes redondos, había cambiado su vida. De forma muy precisa y técnica (ya que era un libro fruto de varios estudios científicos) narraba paso a paso la serie de cataclismos que azotarían la tierra en el 2012 y Ramón vio en aquellas profecías, en aquel estadounidense con pequeños ojos de loco y en los mismísimos mayas, la oportunidad de hacer realidad su más grande sueño: convertirse en un héroe.

    No en cualquiera, en el más grande del mundo. En el único del mundo.

    No más desprecios, no más rechazos ni más risas. No más narices arrugadas ni cambios de asiento cuando se sentaba junto a alguien en el bus. Un héroe. Un dios.

   Llevaba dos años haciendo planes y preparativos. Su sótano se había convertido en su fuerte. En los estantes que había fabricado exclusivamente para la ocasión, se contaban ciento ochenta y tres enlatados de distinto tipo, doce bidones de diez litros llenos de agua que, en el 2010 cuando la envasó, era potable. Tenía una caja de tabaco llena de balas y se había hecho con una escopeta. Además tenía ciento tres paquetes de cigarros (catorce de ellos empezados en momentos de debilidad y urgencia) y cinco cajas de fósforos.

   El plan era simple, en cuanto comenzaran las explosiones solares, correría calle abajo y, gracias a la adrenalina causada por la situación, salvaría a todos los de la lista, guiándolos al sótano.

   Sí, tenía una lista.

   No podía dejar la identidad de quienes habitarían su reino en manos del azar. Ni hablar. No iba a tolerar a gente indeseable repoblando el mundo. Había hecho y deshecho la lista de sobrevivientes decenas de veces a lo largo de los dos últimos años. Primero, porque era perro de pocas pulgas y a veces alguien de la lista lo hacía rabiar perdiendo –sin saberlo– su puesto en la salvación. Segundo, su sótano no era tan grande. El cupo era limitado y dado que él sería el dios de esa gente, sentía que tenía derecho a algunos privilegios.

   La lista contaba con más mujeres que hombres y unos pocos niños (los niños se ponen irritables en momentos de tensión y él, el salvador de su pueblo, no podía concentrarse entre berrinches). No había necesidad de preocuparse por la subsistencia de la raza humana, el aún era joven y estaba seguro de que, si no todas, la mayoría de las señoritas de la lista iban a estar deseosas de repoblar la tierra con sus vástagos.

   Todo iba a ser perfecto. Trágico, complicado el primer tiempo, pero perfecto. Sería amado y venerado, crearía una sociedad simple y pacifista. Vivirían de la tierra y de lo que encontrarán entre los escombros. Podía verlo, serían felices en muy poco tiempo. Sin guerras, sin políticos ni religiones, sin materialismo ni tecnología. La humanidad en su estado más puro y primitivo. Iba a ser perfecto, lo sentía en los huesos.

   Acomodó diecisiete nuevas cajetillas de cigarros con las demás y salió del sótano rascándose la barba. No le puso la traba a la puerta, iba a necesitar abrirla pronto.

   Se asomó a la calle y se despidió del mundo, de su manzana, de su barrio. Trató de grabar en su retina los edificios, el cielo azul y los árboles, que en breve ya no existirían. Le dijo hasta pronto al sol de la tarde, sabía que hasta que no se disipara el polvo y la ceniza no volvería a verlo. ¿Sería aquel sol el mismo después de haber destrozado el mundo? ¡No podía esperar para averiguarlo!

  Vanagloriándose por anticipado y riéndose de aquellos que en minutos serían solo un manojo de tripas reventadas, acomodó una silla junto a la ventana y, escopeta en mano –porque uno no debe descartar nunca un apocalipsis zombie–, se sentó a esperar.

  Al principio la tensión y los nervios lo tuvieron al borde del asiento, a la expectativa. Con el correr de las horas comenzó a relajarse. La tranquilidad se convirtió en aburrimiento, el aburrimiento en decepción. Cada tic-tac del reloj alimentaba su frustración. La oscuridad, que ya había embargado su casa y se expandía por el cielo mientras se retiraba el sol, comenzaba a atacar sin tregua los sueños que albergaba en su alma y a alimentar sus miedos.

   «¡No me fallen, mayitas!» pensaba, intercalando sus plegarias con algunas maldiciones.

   El cielo se llenó de estrellas, la iglesia de su barrio llamó a la misa de las ocho, los jóvenes poblaron las calles ansiosos por empezar el fin de semana. Ramón, con los nudillos blancos aferrados al cañón de su escopeta, intentaba convencerse de que en cualquier momento llegaría el impacto, pero el mundo parecía no tener ningún apuro por acabarse.

  Era noche cerrada cuando su cabeza cayó contra su pecho. Llevaba horas empeñado en batallar contra el sueño, pero lo había vencido.

  En la cabeza de Ramón, el salvador impío, el mundo ardía. Él era un héroe valeroso salvando damiselas en apuros del fuego del fin del mundo. Fuera, el veintidós de diciembre amanecía, tan perezoso y aburrido como cualquier otro día.

¡Ta-tan! (?)
No sé como habrá quedado la historia, pero controlé mi adicción a los adverbios y eso me hace sentir muy orgullosa jaja (no sé si puedo decir lo mismo sobre las comas ^^U)

Criticas y consejos totalmente bienvenidos :)

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